El valor perdido del trabajo médico

En el corazón de cualquier sociedad que aspire a ser justa, el médico representa mucho más que un técnico de la salud: es un sostén humano que garantiza un derecho esencial. Es presencia en el nacimiento y en el final de la vida. Es compañía en la incertidumbre, es ciencia y compromiso en partes iguales. Sin embargo, en la Argentina de hoy, ese rol ha sido vaciado de valor real. Se espera del médico dedicación absoluta, disponibilidad constante y pericia profesional, pero el sistema le responde con remuneración indigna, condiciones de trabajo precarias y una creciente sensación de abandono.
Esto no ocurre en un rincón aislado del sistema sanitario, sino en todos sus niveles: en el hospital público desbordado, en los servicios privados que solo procuran un rédito, en la obra social que demora meses en pagar. El trabajo médico —que debería estar en el centro de toda estrategia sanitaria— aparece desdibujado, exigido, desprotegido. Y ya no se trata solo de una queja sectorial. Se trata de una pregunta colectiva: ¿cómo puede sostenerse un sistema que no cuida a quienes lo sostienen?
Lo que estamos viendo no es una crisis repentina. Es el resultado de un deterioro progresivo, largamente instalado. La fragmentación del sistema de salud argentino, su falta de planificación y la incorporación silenciosa de lógicas de mercado han producido un daño profundo. Mientras se consolidaba la idea de la salud como una mercancía, el trabajo médico pasó a evaluarse en términos de rentabilidad. Se dejó de reconocer su valor social y se lo sometió a reglas comerciales que, por definición, le son ajenas: plazos, tarifas, productividad. El resultado es conocido: múltiples empleos para alcanzar ingresos básicos, poco descanso, formación continua a costa del tiempo personal y una rutina cada vez más deshumanizante.
El problema no es solo argentino, pero aquí adquiere una crudeza particular. Porque durante décadas convivieron —en tensión— diferentes visiones del sistema de salud. La historia nos recuerda que los modelos sanitarios nacieron como respuestas a necesidades sociales concretas. A fines del siglo XIX, en Alemania, Otto von Bismarck estableció el seguro de enfermedad obligatorio para los trabajadores, como primera estrategia oficial basada en la solidaridad. Fue el primer reconocimiento de que la atención de la salud no podía ser una responsabilidad individual. Años más tarde, el modelo Beveridge, en el Reino Unido de la posguerra, consagró la idea de un sistema de salud financiado por los impuestos, gratuito en el punto de atención y pensado como un derecho ciudadano. Dos modelos distintos, pero con un principio en común: la salud como bien colectivo. A diferencia del modelo liberal que se observa en EEUU y Suiza, donde se interpreta la salud como un bien individual, sujeto a reglas de mercado. Accede quien puede pagar y a lo que puede pagar.
El sistema de salud fragmentado (los subsistemas privado, obras sociales y público, sin coordinación y sin gobernanza), y la mercantilización de la atención médica debilitó el rol del profesional —antes protagonista— ahora solo un eslabón funcional. De garante del derecho pasó a ser un mero proveedor de servicios.
En esta situación, no sorprende que hoy los médicos estén agotados, frustrados, y muchos simplemente se vayan. Se van del sistema público, se van del país, se van de la profesión. Lo hacen en silencio, sin dramatismo, pero con una convicción creciente: ya no se puede más. Porque no se puede sostener una vocación sin respaldo. No se puede cuidar a otros, cuando el propio cuidado está ausente.
Este problema tiene consecuencias que van mucho más allá del ámbito médico. Cuando un profesional renuncia o se enferma por exceso de trabajo, no es solo su historia la que se afecta. Son cientos, miles de pacientes que pierden acceso, continuidad, contención. La sociedad entera paga el precio del deterioro del trabajo médico. Por eso no alcanza con aplaudir a los profesionales de la salud en momentos de crisis o con elogiar la vocación en abstracto. Es hora de actuar.
El médico debe ser revalorizado como lo que es: un actor esencial en la salud colectiva. Esta revalorización implicaría garantizar remuneraciones justas, condiciones dignas de trabajo, tener acceso a formación continua y una participación real en la toma de decisiones. Pero, sobre todo, exige recuperar un valor fundacional: que el derecho a la salud no se protege con discursos, sino con personas. Y esas personas no pueden seguir siendo invisibles, exigidas, precarizadas.
Si queremos un sistema de salud humanizado, justo y sostenible, debemos empezar por revalorizar a quienes nos protegen, los médicos y a todo el personal de salud. Porque sin ellos, la salud deja de ser un derecho humano, y se convierte, apenas, en una promesa vacía.